Rompecabezas de palabras
0.
Esto no es una columna.
Hay ladrillos, arena, cal, cemento y agua. Están las herramientas. Pero…
Columna: “es un elemento arquitectónico vertical y que normalmente tiene funciones estructurales, aunque también pueden elegirse con fines decorativos”.
Columna: “es un artículo de prensa escrito, que se renueva cada cierto tiempo en un diario o revista, ofreciendo una opinión o punto de vista sobre un tema de actualidad”.
Esto no es una columna. No sostiene un techo, no es vertical, no es una opinión ni punto de vista ni trata un tema de la actualidad.
No siempre llegamos a los lugares por los mismos caminos. Y una vez allí, tampoco sabemos si era el lugar al que queríamos ir. La sensación nos asalta y nos entregamos a ella: la presencia (o la ausencia). Los que quedan (y los que no). Los que extrañamos (y los que son extrañados).
Esto no es una columna. Sepan disculpar.
1.
Un rompecabezas. Mil piezas. Todas desparramadas en la mesa. Muchos pedacitos de cielo, todo celeste, todo igual. Árboles, una cerca, animales. El paisaje. La foto en la caja es perfecta y sin embargo, arriba de mi mesa, pedacitos. Esquirlas. Collage. Piezas que no encajan y otras que forman algo, poco, una pizca del cuadro.
2.
“Hoy es el cumpleaños de Diego, dedícale un lindo mensaje”.
No, no puedo. Diego ya no está acá pero seguramente andará por otros lados. O por lo menos eso me gusta creer, que se pasea por nuestros lugares, que se ríe de los mismos chistes, que me susurra al oído algunas pavadas.
No sé si Facebook ya lo sabe. Supongo que en algún momento se dará cuenta.
3.
Unas semanas atrás, en ocasión de la producción de una verdadera columna, me encontré compartiendo una mesa con 13 amigos, compañeros de secundaria, Promoción 1970 del Colegio Sagrada Familia. Alguno comentó: “éramos treinta y pico, quedamos dieciocho”. La pregunta me asaltó: ¿cómo les pega la muerte, a esta edad? En ese momento suspendo el tiempo, recorro con mi mirada la mesa e imagino las sillas que van quedando vacías. Alfredo tomó la posta y respondió: “en algún momento de la vida empezamos a ver la muerte como inevitable. La aceptamos. Lo que más nos duele es cuando muere alguien más joven. Eso nos afecta mucho”.
4.
Fernando López. Escritor cordobés. Un clásico, and yet, conocido por pocos:
Camina hasta el auto, está mucho más rígido que en estos últimos días. Le ayudo a sentarse, le ajusto el cinturón y me ubico frente al volante. Mientras espero que el motor adquiera un poco de temperatura, toco la frente y las manos de Pacífico. Siguen frías. Le hago algún comentario general sobre el fin del verano, sobre lo bien que la pasamos en Cabalango. No dice nada. Solo después, ya en el camino, me sorprende con una frase que me deja pasmado y me hace reflexionar, nuevamente, acerca de las pérdidas que se suman a lo largo de la vida. No de las cosas y la gente que pasa y se pierde pero es reemplazada por otra, sino de aquellas que no se recuperan pero tampoco se pueden reemplazar, ocupan el lugar privilegiado de la evocación y vuelven para confirmar que también estamos de paso, mientras dure la energía que se agota lentamente, asediada sin pausa por esa fuerza extraña que termina apagándonos.
—¿Sabés una cosa, Alejandro?
—¿Qué pasa viejo?
—No tengo más ganas de vivir.
(“Áspero cielo”, El Emporio Ediciones, 2007)
5.
La muerte no es una cuestión de edad.
Es una cuestión de peso.
El tema
es ver
qué hacemos con él.
6.
“Una presencia tiene un espacio limitado. Una ausencia, en cambio, lo ocupa todo”.
“Dejó de andar por la vereda y se paró en medio de la avenida muerta. Escuchó el ruido interno del semáforo que estaba junto a ella, un acoplarse de dos piezas, clac, y un sonido largo, como si algo se deslizara, sssss, y el acople de nuevo.
“Antonio”, dijo Eva. “Paloma, Lidia, Pablo, Ana, Jorge…”, a cada paso le dio un nombre o a cada nombre un paso, para poder avanzar en medio de aquello.
Todo se había vaciado.
Pianos cerrados para siempre, triciclos quietos, espejos vacíos, escaleras sin sentido, mesas a las que nadie se iba a sentar, palabras que habían soltado lo que nombran y se alejaban como globos para diluirse en el silencio. Ya no importaban ni la tinta de las lapiceras ni el filo de los cuchillos. Todo estaba vacío.
Todo vacío y Eva comprendiéndolo”.
(“Sola”, del libro “La paciencia del agua sobre cada piedra”, de Alejandra Kamiya)
7.
Reviso el muro de su Facebook. Algunas fotos, artículos, saludos de cumpleaños pasados.
Reviso nuestro historial de whatsapp: silencio de radio de los últimos dos años. Dos años, mierda. Escucho su voz, la pausa entre cada palabra.
Su número ya no es suyo, ya no está su foto de perfil. Ahora lo tiene Landi Metalúrgica. Mucho gusto, Landi. Te haría algún pedido de hierro, solicitaría una cotización de caños cuadrados sin costura, solo para engañarme un rato y encadenar algunas palabras a nuestro diálogo partido, con algo de trampa, haciendo de cuenta que son las tuyas.
8.
Sabemos dividirnos
pero sólo en cuerpo y susurro
interrumpido.
En cuerpo y poesía.
A un lado la garganta, la risa al otro, ligera, callándose rápido
aquí el corazón pesado, allá non omnis moriar,
tres pequeñas palabras como tres plumas al viento.
El precipicio no nos corta en dos.
El precipicio nos rodea.
(Wislawa Szymboska)
9.
Puesta de sol
En el mismo instante en que se pone el sol,
un granjero quema hojas secas.
No es nada, este fuego.
Es cosa pequeña, controlada,
como una familia gobernada por un dictador.
Aun así, cuando arde,
el granjero desaparece;
es invisible desde el camino.
Comparados con el sol, aquí todos los fuegos
son breves, cosa de aficionados;
se acaban cuando se consumen las hojas.
Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.
Pero la muerte es real.
Como si el sol hubiera terminado lo que vino a hacer,
hubiera hecho crecer el campo y entonces
hubiera inspirado la quema de la tierra.
Así que ahora puede ponerse.
(Louise Glück, del poemario “Una vida de pueblo”, 2020)
10.
He ido apilando ladrillos de palabras en diez versos. Me alejo para contemplar la obra. Geometría inentendible. Medidas incoherentes. Y sin embargo, veo formas que me ayudan a sostener el peso de las ausencias. Siento el alivio en los hombros, en el estómago, en el corazón. Vacío todos los bolsillos. Deposito un puñado de imágenes, algunos recuerdos, las charlas y lo que hicimos la última vez que nos vimos. Pongo todo en los recipientes. Palabras como cajitas. Vocales y consonantes.
En mi mesa veo el cielo celeste. El rompecabezas adquiere forma. Respiro profundo. Largo el aire. Un pranayama. Siento cosquillas en el cuerpo. Estoy liviano y en paz.
Esto no es una columna. Sepan entender.
De Gringo Ramia, para El Club de la Porota.
Las fotografías son de Valentina Ruth Cuello.