Devaneos previos al derrumbe
¿Adónde va lo que fuimos una vez que dejamos de ser? ¿Adónde van los conocimientos, las lecturas, los recuerdos, las fotografías, lo que una persona fue? Muchas preguntas se me disparan al leer este precioso cuento de José Playo. En clave narrativa, José nos invita a pensar en las herencias, en lo material pero principalmente en todo ese bagaje de cosas que nadie puede tasar y ponerles un valor económico. Pienso en las vidas que se van y en lo que queda (si es que queda) y qué hacen los que siguen con todo eso. Pienso en las familias, en mi familia, como eslabones de una larga cadena y cómo, muchas veces, esas cadenas se pierden, se cortan, desaparecen. La memoria y el olvido, jugando una partida de naipes interminable.
“Solo las cosas pequeñas parecen tener seguro contra el olvido; el tamaño, aprendí esa tarde, es una condena a la hora de escapar del derrumbe”, dice José Playo, al encontrarse con una herencia inesperada, como un niño llenándose los bolsillos de caramelos.
Ojalá disfruten este bellísimo cuento tanto como yo.
Porota
Devaneos previos al derrumbe
El otro día me encontré con una conocida y de la conversación trivial surgió de pronto un dato que para ella era menor: su abuelo, fallecido unos meses atrás, había dejado una casa enorme que sería demolida ese fin de semana.
–Hay una biblioteca con libros que no vamos a llevar, ¿a vos no te gustaban los libros? –dijo, casi al pasar–, tendrías que ir a ver si sacás alguno; no hay dónde poner tantos, así que agarrá los que quieras antes de que tiren la casa abajo.
La idea que me hice de cómo sería esa biblioteca se me instaló con el peso de un ancla. ¿Qué tan grande era el volumen de ejemplares como para descartar de plano trasladarlos?
Su abuelo, lo sabía de antes, había sido un lector marcial, de esos que se encierran a determinada hora a enterrar la nariz entre las páginas y no salen del cuarto hasta que sienten la tripa pegada al espinazo.
–¿Podemos ir a ver?
–Yo estaba yendo justo para allá –me dijo ella, antes de empezar a caminar hacia mi auto.
La casa era en realidad una casona de principios del siglo 20, con el cemento en sepia y babas negras debajo de los dinteles. Las paredes ya habían olvidado lo que era un pincel y se habían empezado a descascarar. Era evidente que la estructura todavía estaba intacta (construcciones de antes, dirían los viejos), como si los huesos del esqueleto no se hubieran deteriorado pero por fuera la piel se hubiese dado por vencida. En ese momento, debo confesar, en lo único que pensaba era en los libros que nadie quería llevarse.
–El laburo que dio siempre esta casa –dijo mi amiga, al tiempo que giraba el picaporte.
–¿Las aberturas tampoco se las llevan? Esta puerta debe costar un pedazo de guita.
–¿Y dónde vamos a poner semejante puerta? ¿Viste lo que es mi departamento?
Atravesamos un pasillo y el perfume de la casa me resultó agradable. Era una mezcla de tabaco de pipa, lustramuebles y un dejo de comidas caseras. Daba tristeza pensar en que pronto solo quedaría un foso, los pisos eran preciosos.
En el interior, el panorama era angustiante. Pensar que todos esos muebles, puertitas y sillones iban a naufragar en escombros, daban ganas de…
–¿No te jode si llamo a un amigo? –me oí decir–, o sea, si no se van a llevar nada, es una lástima que aplasten todo.
Mi amiga no tuvo problemas.
Yo comencé a buscar el número de Yako, un conocido que tiene un Rastrojero. “Traé herramientas”, le advertí por lo bajo mientras mi amiga daba vueltas.
*
La biblioteca no era un mueble, sino una pared completa, la más grande de la sala. Desde el piso hasta el techo, las hileras irregulares de lomos de libros iban trepando en un collage interminable. En la parte inferior estaban los de arte. Eran ediciones enormes con reproducciones de obra, de esos tomos con los que uno fantasea cuando pega la frente en la vidriera de las cadenas de librerías. Desde lejos se podían leer los autores: Dalí, Robert Capa, Velázquez; había una pila.
Me abalancé sin dignidad ni decoro. No podía creer que nadie quisiera llevarse esos tesoros. Mientras me acercaba, iba reacomodándolos mentalmente en mi habitación, en el living y sobre una mesa ratona, junto al televisor (o debajo de él). Para cuando levanté el primero –pesado como una culpa–, ya tenía casi todo el lote ubicado. Me iban a salir libros hasta por las orejas pero igual lo haría. Podía, en el peor de los casos, poner en mercadolibre el microondas y la mesa del comedor, que nunca uso.
–Con confianza –dijo mi amiga–, llevate todo lo que quieras.
–Empiezo a cargarlos ya –contesté por sobre mi hombro, sin voltearme a mirarla.
Empecé a poner los de arte en el asiento del acompañante. Al tercer viaje me di cuenta de que tendría que usar también el piso. Busqué diarios. Tapicé. Acomodé y volví a la casa.
Perdí la cuenta de los viajes que hice. Solo sé que el baúl cerraba de casualidad y que los asientos de atrás parecían un bloque de lomos, colores, tapas y hojas de distintas tonalidades en la gama del crema. En el último viaje para sacar los de arte había descubierto un estante dedicado a primeras ediciones. Y luego otro con clásicos en tomos imponentes. Y colecciones completas de autores, temáticas y hasta idiomas. En el frenesí, embriagado de egoísmo, pensaba por momentos que podría llevar también tal o cual para quedar bien con alguien, pero enseguida borraba la idea de mi mente. Sabía que el espacio escasearía y habría que elegir. Los procesos de selección se agolpaban en mi cabeza como piedras en un tacho.
Cuando el asiento de atrás estuvo a tope tuve que afinar el método hasta su mínimo exponencial, y entonces me senté en el piso frente a la pared de donde brotaban libros. Apenas si había dejado marca con mis embates de saqueo; los estantes parecían reponer lo que yo sacaba. Ni un cuarto del total se habían inclinado. Me sentía miserable y a la vez afortunado. Tenía ganas de renunciar al trabajo y revolcarme entre los libros hasta saciarme. Ya no podía distinguir entre sensatez y fetichismo: lo quería todo, era una versión sin edulcorar del bicho ojudo de El Señor de los anillos. Estaba absorto y jadeante frente al despliegue que había en el piso.
Al comienzo de los viajes había actuado como un ninja que anda de trampa, pero en los últimos ya ni siquiera me fijaba en los que se me caían al piso.
Antes de sentarme tuve que correr con el pie una pila de libros de cocina: las posibilidades de incursionar en el rubro después de 40 años de delivery y arroz se me antojaban de pronto cercanas, pero no tardaba en darme cuenta de que todo era producto del aturdimiento que me producía ese festín delirante. Me sentía vil, pero a la vez el ganador de una caprichosa lotería cósmica.
Si no hubiese estado ese día en esa calle, si hubiera demorado unos segundos más en salir de casa…
Todo se había conjugado de alguna extraña manera para ponernos a mi amiga y a mí en un encuentro fortuito que desembocaba en la tarde más afortunada de mi vida. El razonamiento terminó obrando como una expiación que me vino al pelo. Y justo cuando comenzaba a ponerme de pie otra vez escuché la bocina del Rastrojero.
*
Mi amiga estaba en el pasillo que iba hacia el comedor, descolgando cuadros. Se había enfocado solo en los que podía trasladar debajo de las axilas; los más grandes se iban a hundir con el barco.
–Buenas, permiso –dijo Yako, con medio cuerpo dentro de la casa.
Lo pusimos al tanto después de los saludos. Noté que mientras mi amiga le daba las llaves simbólicas para desmantelar el caserón, los ojos de Yako ya tenían vendidos la mitad de las puertas y los estantes de madera maciza que alguna vez sostuvieron adornos y fotos.
Sólo las cosas pequeñas parecen tener seguro contra el olvido; el tamaño, aprendí esa tarde, es una condena a la hora de escapar del derrumbe.
–Voy a traer las herramientas; me quiero llevar las puertitas del mueble de la cocina, son una obra de arte y ya no se fabrican, seguro están talladas a mano –diagnosticó Yako, sin que se le moviera un pelo.
–Buenísimo –dijo mi amiga–, yo sigo con los cuadros.
Acompañé a Yako hasta el Rastrojero, que ahora me parecía diminuto, poco práctico y demasiado sucio. Igual sabía que era nuestra única posibilidad: la luz empezaba a escasear.
–Los libros, gordo –planteé–, tenemos que llevarnos los libros; no sé dónde voy a poner tantos, no tengo lugar en el departamento, ya no tengo espacio, pero hay que cargarlos.
Yako me miró como si pensara que tantos libros iban a causarle una indigestión a su Rastrojero felizmente analfabeto.
No gastó una palabra en contestarme, me palmeó el hombro, me dio la espalda (mientras yo seguía con los ojos desorbitados fijos en la biblioteca) y se fue a destornillar sus preciadas puertitas de mierda.
¿Quién soy?
Mi nombre es José Playo. Soy ex docente y ex periodista, ahora estoy abocado a la jardinería y a las artes culinarias a las brasas. En 2003 creé la revista Peinate que viene gente. En la actualidad vivo en las sierras y escribo de vez en cuando en redes sociales.