Entre caballeros

Les queremos compartir este cuento de la escritora y amiga Graciela del Carmen Vidal, en el que se dibujan los colores de otras épocas. En sus palabras se puede sentir el pulso de los diálogos, el ritmo de esta ciudad, que es otra y es la misma. Graciela, como tantas otras personas, pudo animarse a nadar en el mar hermoso de las letras cuando ya había vivido mucho. La edad no fue una excusa, todo lo contrario. Los años, el desarrollo, las experiencias, fueron y son el cofre donde guarda las palabras para ir construyendo nuevos mundos. Ojalá que este cuento sea una invitación a descubrir miles de mundos; que sea una ventana a otros paisajes.

Porota.

Aquella tarde había finalizado su clase de esgrima a las 17 en punto. Los alumnos del Colegio Monserrat estaban expectantes: él, su profesor, acababa de anunciarles el próximo torneo: 

      —Será aquí, en el Colegio. Recibiremos a los cadetes de la Escuela de Aeronáutica. Hay que prepararse, muchachos, ellos son muy hábiles— fueron sus palabras.

      Mientras se quitaba los guantes miró el reloj en la pared del vestuario. A las 18 lo esperaban en el rectorado. Apresuró los trámites y terminó de cambiar la ropa de entrenamiento por el traje color arena y la corbata al tono, con flores de lis. Colocó un pañuelo tostado, perfumado con la colonia inglesa Brighton, para que apenas asomara del bolsillo izquierdo de su saco. Se miró en el espejo, por última vez, controlando cada detalle, alisó con el peine su cabello ondulado, revisó sus bigotes perfectamente recortados. Sonrió y partió.

      Al llegar, el portero lo saludó con una inclinación de cabeza y abrió la hoja izquierda del ingreso, anunciando: 

      —El Profesor Juárez, Señor Rector.

     —Que pase—  la figura detrás del escritorio chippendale dejó las gafas sobre la carpeta de cuero de Rusia, se incorporó y caminó a su encuentro.

      —El gusto de verlo, Profesor Juárez— fueron las palabras del rector. —El Doctor Martínez no tardará en llegar. Por favor, tome asiento.

      Como la primera vez, el ambiente del despacho olía a lustre con un toque de magnolia que se filtraba desde el ventanal, donde el árbol florecido ponía su nota tropical a la opulencia de la sala universitaria. Solo dos lámparas, en los extremos, iluminaban los rincones apartados y la araña de caireles, en el centro, diseminaba destellos de arco iris en la penumbra de la estancia.

      El rector encendió el velador de escritorio y accionó el timbre: un camarero asomó desde la puerta de la izquierda.

      —¿Deseaba, Señor?

      —Café, por favor, Manuel. Profesor ¿me acompaña?— Juárez asintió con una sonrisa.

      —Para tres, Manuel— ordenó. Luego tomó cuatro hojas y se las acercó:

      —Estos son los términos en que pensamos sería lógico enmarcar la lid. Véalo, Profesor.

      Él comenzó la lectura y a la segunda hoja oyó el golpe de nudillos, la puerta que se abría y el anuncio:

      —El Doctor Martínez, Señor.

      —Adelante, por favor— fue la respuesta.

      El médico, de traje oscuro con imperceptibles rayas grises, lentes redondos de bordes dorados, se quitó los guantes para darles la mano.

       —¡Qué bueno contar con amigos!— fueron sus primeras palabras.

      Llegó el café sobre bandeja de plata y porcelana de estilo colonial. Su aroma inundó la habitación. Sentados en torno a la mesa redonda, al costado del escritorio, cada uno con su pocillo, las miradas se encontraron después de sorber el primer trago. Fue Martínez el que comenzó:

      —Profesor Juárez, ¿está al tanto de los acontecimientos?

    —El Señor Rector me informó brevemente y aquí —señaló las hojas— creo que está el desarrollo completo de los hechos y los fundamentos de la decisión.

      —Como usted puede apreciar, mi contrincante es un egregio cultor de su arte.

      —Veo que tiene dotes, y triunfos también. Por lo que sé, usted no le va en zaga.

      —No lo crea tanto, eso fue en mi juventud, ya piso los cincuenta.

      —Nunca está dormido quien tiene sangre en las venas— fue la respuesta.

      —Si acepta entrenarme, creo que la sangre volverá a circular— los tres rieron al unísono.

      —Opino que la afrenta entre caballeros debe ser lavada como corresponde— dijo el Rector y agregó: —¿Qué lugar será conveniente como sede…y a qué hora?

      —No tengo dudas: a orillas del Lago del Parque, a las 6,30 en punto— respondió el profesor Juárez. Un silencio prolongado coronó sus palabras y las tazas vacías se apoyaron en los platos.

      Así comenzaba el plan para el último duelo a primera sangre, en la ciudad de Córdoba, allá por 1945.

Graciela del Carmen Vidal

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