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La autonomía es un derecho de la vejez

Bernardo tiene 65 y hace casi cinco años que enviudó. Tras dos ACV y con el brazo derecho paralizado como secuela decidió, junto a sus hijos, que lo mejor sería vivir en un lugar en el que pudieran atenderlo del modo en el que lo estaba necesitando. Fue así como hace dos meses habita en una residencia para mayores de las más lindas de la ciudad.

 

Bernardo trabajó siempre como comerciante. Impulsó muchos emprendimientos pero el que verdaderamente funcionó fue un bar con franquicias que hoy co -gestiona con sus hijos. Hasta el último ACV estuvo trabajando.

 

Bernardo era el esposo de mi mejor amiga. Su nuevo hogar está ubicado en un coqueto barrio. En él viven alrededor de 15 personas mayores; cinco con menos de 70 años (todos hombres) y el resto mayores de 80. Salvo un par de excepciones, todos gozan de buena salud. En la sala de estar, el televisor muestra permanentemente las imágenes en mudo del canal National Geographic. No hay relojes, diarios, ni biblioteca. Sólo la impoluta limpieza y el orden que aturden en una casa con olor a hospital. Cuando llegué, Bernardo me recibió con alegría disculpándose por no tener mucho para ofrecer. “Es que aquí no puedo manejar dinero así que dependo de lo que me den de comer. Sólo puedo comprarme cosas si mis hijos me las traen”, explicó con cierta vergüenza. Yo no entendía nada, el Bernardo que conocí había desaparecido bajo el yugo de este nuevo varón, dócil y resignado. Por suerte, tuve la precaución de llevar unas facturas deliciosas y la revista de noticias que tanto le gusta leer. Nos sentamos en uno de los juegos de jardín del patio. El clima templado nos acompañó. De lo bien que estábamos, una señora con delantal celeste y pelo engominado se acercó mientras charlábamos: “Qué tal Don Bernardo, ha traído a una amiga ¿eh? ¡Muy bien! Lo felicito. A ver si se nos pone de novio. ¿Pero qué son esas? ¿Facturas? ¡Ummm que rico! Las llevaré a la cocina. Y a ésta revista también. Ya sabe usted, Don Bernardo, que los abuelos no pueden leer noticias en la residencia. No vaya a ser cosa que les dé otro patatús”.

 

Quedé impactada al punto de no poder disimularlo. Bernardo me miró y dijo: “Ya no podía seguir viviendo solo, Porota. Desde que murió Chela mi vida ha cambiado mucho. Ya lo sé, acá me tratan como si fuese un niño de cinco años. Pero mirá, la casa es linda y tiene este verde parecido al que teníamos con Chela. Mis hijos ya están grandes y pueden dirigir los negocios solos. Yo ya estoy viejo y acá me lo hacen sentir ¡je! Pero bueno… soy otro Bernardo. Si no les sigo el juego es peor. Gracias por venir a visitarme”.

 

Pasaron los días y aún no puedo comprender cómo, a medida que envejecemos, vamos cediendo espacios que alguna vez nos fueron propios. Sobre todo aquellos que tienen que ver con nuestro cuidado y autonomía. Quizá sea como dice Bernardo “seguimos el juego” y elegimos aceptar las reglas porque es más sencillo que cuestionarlas. No deberíamos perder el poder para decidir sobre uno mismo. Que envejezcamos y nuestro cuerpo nos lo vaya mostrando no requiere de la aceptación de un trato infantil; de que nos llamen “abuela” o “abuelo” o de que nos priven de leer un diario, ver internet o un canal de noticias “por miedo a que nos dé un infarto”. La ausencia de relojes o dispositivos que nos ayuden a orientarnos en el día y la hora son fundamentales para no discapacitarnos. Soy consciente que lo que sucedió en la residencia de Bernardo es la punta del iceberg sin embargo, lo que más me impactó fue su resignación.

 

El año pasado nuestro país adhirió a la Convención Interamericana sobre la protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores; documento que en su capítulo 7 hace referencia al derecho a la independencia y a la autonomía: “Los Estados Parte en la presente Convención reconocen el derecho de la persona mayor a tomar decisiones, a la definición de su plan de vida, a desarrollar una vida autónoma e independiente, conforme a sus tradiciones y creencias, en igualdad de condiciones y a disponer de mecanismos para poder ejercer sus derechos. Los Estados Parte adoptarán programas, políticas o acciones para facilitar y promover el pleno goce de estos derechos por la persona mayor, propiciando su autorrealización, el fortalecimiento de todas las familias, de sus lazos familiares y sociales, y de sus relaciones afectivas. En especial, asegurarán: a) El respeto a la autonomía de la persona mayor en la toma de sus decisiones, así como a su independencia en la realización de sus actos. b) Que la persona mayor tenga la oportunidad de elegir su lugar de residencia y dónde y con quién vivir, en igualdad de condiciones con las demás, y no se vea obligada a vivir con arreglo a un sistema de vida específico. c) Que la persona mayor tenga acceso progresivamente a una variedad de servicios de asistencia domiciliaria, residencial y otros servicios de apoyo de la comunidad, incluida la asistencia personal que sea necesaria para facilitar su existencia y su inclusión en la comunidad, y para evitar su aislamiento o separación de ésta”.

Un capítulo que cada persona, sea mayor o no, debería tener en cuenta y hacer respetar. En definitiva, el envejecimiento es un proceso que nos atraviesa, lo admitamos o no.

 

Porota

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