Nyad: “¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?”
Cuando terminé de ver la película apagué el velador e intenté conciliar el sueño, llegar a un acuerdo razonable entre mi cuerpo cansado y mi cabeza. Pero las partes parecían no ponerse de acuerdo ya que las preguntas seguían yendo de un lado para el otro, nadando en círculos. ¿Cómo podía traducir en palabras las sensaciones que me dejó en el cuerpo Nyad? El tiempo, o mejor dicho el peso del tiempo, no siempre se vincula con las vueltas del reloj. No sé si estuve 10 minutos o 60 con los ojos cerrados pero con la mente despierta. En algún momento alguna parte de mi ser dictó la conciliación obligatoria y me dormí. Pero las palabras quedaron flotando a la espera de llegar a tierra firme.
Diana acaba de cumplir 60 años. El cambio en el número de su edad le genera incomodidad. Pero esa incomodidad no tiene que ver con la edad sino con el prejuicio, con la mirada de los otros: “Que vayamos directo a la muerte a toda velocidad no significa que debemos sucumbir ante la mediocridad. Cuando cumplís 60 el mundo te trata como una bolsa de huesos”. Bonnie, su amiga, responde: “Yo tengo 58, así que no sabría decirte”. La relación entre ambas es un aspecto clave de la película. Es ahí, en esos diálogos cotidianos, donde se pueden encontrar los conceptos que me interesan desarrollar. “Si te sentís así, hacé algo”, le dice luego su amiga al pasar y se ponen a jugar al Scrabble, como las dos viejas amigas que son.
Diana remonta el río, su línea del tiempo. Abre cajas, revisa cuadernos, acomoda sus ropas de otros tiempos. Encuentra un libro: “Dime, ¿qué piensas hacer / con tu única, salvaje y preciosa vida?”. Diana le lee a Bonnie un extracto de un poema de Mary Oliver y las palabras le quedan rebotando. La poesía mueve montañas, abre los mares.
Tres décadas después Diana se tira al agua y se reencuentra con las sensaciones olvidadas. “Hola oscuridad, mi vieja amiga. Vine a charlar con vos nuevamente”. Retoma sus diálogos acuáticos y el agua la une con lo fue: su niñez, la adolescencia, su carrera, sus dolores, las felicidades, su padre, su entrenador, sus amigas, sus secretos.
Me gusta la idea de que todos estamos conectados por el agua, que las gotas, tarde o temprano, se juntan en algún lado, abajo o arriba. Los griegos pensaban en las aguas del mundo como en un sistema único que se filtraba desde el mar a profundos espacios cavernosos en el seno de la tierra desde donde subía ya dulce en filtraciones y manantiales. Y allí, en el abrazo líquido, Diana se reencuentra con su mito: Nyad. Y con su supuesto único destino: trascender, llegar adonde nadie llegó nunca. Cuando era niña su padre la ata a una narrativa difícil de sobrellevar: “estás destinada a ser una campeona. En esta vida solo dependés de vos. Tu voluntad y tu mente te llevarán a ese objetivo”. Ese discurso fue un ancla en su vida, un peso en el fondo del mar que la hizo dar vueltas en el mismo lugar.
Sería muy fácil caer en la tentación del enfoque gerontológico clásico: “nunca es tarde para seguir intentando”. Me parece más interesante pensar en que, incluso de “viejos”, cuando parece que la vida ya pasó, podemos adquirir nuevas sabidurías físicas y mentales. Bonnie le cuestiona a Diana: “no pudiste a los 28 y lo querés hacer ahora, a los 60”. Cuando era joven, cuando estaba en la plenitud física para realizar el reto no pudo. Ahora se propone superar la soberbia de la juventud, acomodar la mente 30 años después a un físico diferente. Y Diana, a pesar de la edad, de las dificultades y los tropiezos lo intenta una vez y luego otra y otra y otra vez.
Al final, Diana logra romper las cadenas que la ataban y la historia nos muestra que el éxito no dependía de su única voluntad, sino del trabajo en equipo, de otros y otras que nadaron con ella, que la ayudaron a atravesar la llanura líquida del mar. “Nunca se rindan”, dice Diana con un hilito de voz y el cuerpo destruido.