Sobre vejez, flexibilidad y el portazo
El tiempo pasó. Mi pelo se cubrió de canas, blanco intenso, color que por mucho tiempo teñí de un rubio que nunca fue mío. Las arrugas se multiplicaron y no tuvieron el tino de pedirme permiso. Sin preludios lograron convencerme de que ya no se irían. Hace más de 20 años de todo esto, ya casi no me acuerdo. Mi historia, la conocen. Enviudé, mis hijos e hijas se fueron de casa y en la soledad de un martes a la mañana decidí dejar entrar la luz del sol por las ventanas del living, las mismas persianas que bajé el día que murió mi esposo. Una escena simbólica que habilitó todo lo que vino después: descubrir que la vejez no es tan terrible como me la había imaginado. Que quede entre nosotros: jamás me sentí tan dueña de mí misma como ahora.
Casi piso los 75. Ya me asumí vieja. ¡Vieja, sí! Y a mucha honra. Ya lo hemos hablado miles de veces en esta columna que sostenemos junto a El Club de la Porota desde hace más de ocho años. Y repito: si te molesta pronunciar las palabras viejo, vieja, si la primera frase que se te viene a la cabeza después de escuchar esas palabras es “viejos son los trapos”, estás atravesada por la mirada estereotipada, prejuiciosa, viejista de estos tiempos tan locos y contradictorios. ¡En el siglo de la longevidad, de la vejez y de las vejeces no nos gustan que nos digan viejos! La pucha. Entonces ¿qué soy, qué somos?, ¿existe alguna palabra que me defina?
Ya no pienso en eufemismos. Las palabras determinan nuestros pensamientos, y nuestros pensamientos los modos de actuar y de ser en el mundo. Ya saben, no me gusta confrontar. Lo mío es hacer docencia. Tuve que ser compasiva conmigo misma porque me llevó mucho tiempo cambiar los pensamientos viejistas por aquellos que me hacen sentir orgullosa de ser mayor. Tiempo para mirarme, conocerme, reconocer mis recorridos y sobre todo descubrir que mi pasado no tenía por qué determinar la mujer mayor que estaba eligiendo ser. Una mujer más libre y genuina. Si algo debo reconocerme es mi gran capacidad de escucha. No me cerré en mis creencias y convicciones, me abrí a descubrir un mundo nuevo. “Ese” mundo es el que intentamos mostrar aquí cada semana. Una narrativa que intenta que te amigues con un proceso tan humano y propio como el de envejecer. Pintalo como gustes, pero no lo sueltes.
Inflexibilidad y portazo
La semana pasada me invitaron a participar de una reunión junto a muchas otras personas que se dedican a trabajar y promover actividades para mayores. El grupo era bien heterogéneo, había participantes de 30, 40, 50, 60 y 70 años. Cinco generaciones juntas. El encuentro no terminó nada bien. Dos de los integrantes +68 se ofendieron cuando les advertimos que referirse a sí mismos como “jóvenes mayores” era, por lo menos, disonante. Sobrevino una escena algo exagerada. Portazo de por medio, se retiraron sin dejar lugar al disenso, al diálogo respetuoso y maduro. No pude menos que taparme la cara con ambas manos y en ese ademán un pensamiento viejista invadió mi mente: “es que las personas mayores son inflexibles. A su edad, ¿qué pretendés, qué cambien?”. Por supuesto que pensar de ese modo es un error. La inflexibilidad no es una característica etaria, sino más bien personal. Debo reconocer que muchas de las personas mayores del presente necesitamos ablandarnos, sentir que no estamos en un estado permanente de lucha. Palabras como batallar, pelear, luchar han atravesado nuestras historias de vida. Tan profundo han calado que percibimos como enemigo a toda aquella persona que no esté de acuerdo con lo que pensamos, decimos y hacemos. “Los jóvenes no nos escuchan”, “Nadie tolera a las personas mayores empoderadas”, “En mi época esto no pasaba”, “La sociedad está perdida”. Miramos la realidad por fuera de ella, en tiempo pasado. Pregunto: ¿qué pasaría si dejásemos de plantear la convivencia diaria en términos etarios?, si una persona más joven no está de acuerdo conmigo, ¿me está discriminando? Más discriminador sería que elija no disentir, no discutir conmigo porque soy vieja. Nada más frustrante.
Tirón de orejas para esos viejos que eligen inmolarse con sus posturas y formas de ver el mundo en vez de acercarse a escuchar otras voces con la humildad de un aprendiz. Desarrollar habilidades como la empatía, escucha y flexibilidad no solo es y será un propósito de muchas vejeces sino también de aquellas personas dispuestas a construir un mundo mucho más inclusivo que no necesite hablar de edades o reconocer los derechos de colectivos vulnerados para comprender que nos guste o no la disidencia y la heterogeneidad es parte de la vida. Si no queremos quedarnos fuera, tenemos que ser capaces de escuchar y respetar como piensan los que no piensan como uno.
Antes de despedirme quiero contarte que nos estamos preparando para octubre, mes de las personas mayores ¿cómo? Apoyando la campaña del #orgullomayor que promueve el Instituto Iberoamericano de Ciencias del Envejecimiento. El objetivo es declarar el 1° de octubre como día del orgullo mayor en Argentina. Ahora sí, cierro con la siguiente pregunta que deseo te deje pensando: “¿qué te enorgullece de ser una persona mayor?, ¿saldrías a marchar orgulloso/a de ser una vieja, un viejo?”. Gracias por leerme con respeto. No pretendo que estés de acuerdo, sino más bien abierto a hacerte preguntas. Hasta cualquier momento.
Porota.