Vejez, alimentación y cuerpo
Hay determinados temas de conversación que no pasan de moda. Envejecen aún cuando están destinados a vivir eternamente. En este sentido, estimo que resulta imposible escindir el tópico de la comida con el del cuerpo y sus transformaciones. A veces creo que si me propongo “cerrar el pico” el tiempo me devolverá la figura de los veinte. Y así… con ese ideal fui envejeciendo. Jamás me detuve a pensar en la belleza de la estructura que me sostiene, sino más bien en sus defectos e imperfecciones. Y hoy, con mis 66 largos me miro al espejo y casi no me reconozco. Y no lo digo de modo despectivo. Sino con un dejo de tristeza y nostalgia por no haberle agradecido a tiempo a mi cuerpo todo lo que me regaló. Tal vez el miedo a envejecer fue tan fuerte que, en algún momento, dejé de mirarme y de reconocerme. En paralelo, alimentarme se transformó en una lucha, y degustar sin culpa, en un pecado.
Lo bueno de este camino de reinvención en el que me encuentro es que de a poco voy tolerando esa imagen que me devuelve mi propio reflejo. Es más, troco la palabra ‘tolerar’ por ‘apreciar’. De a poco voy aprendiendo a apreciar mi cuerpo. Y en esa mirada confiada, amable y de cuidado conmigo misma hallé los lentes necesarios para identificar la belleza en otras personas sin dejarme llevar por los estereotipos dominantes. Sin embargo, hay determinadas conductas o prácticas aprendidas que aun no logro superar. Entre ellas, las de las típicas charlas en los eventos sociales. Desde las mujeres más jóvenes hasta las más viejas, en algún momento, llegan a padecer el “bandejeo” intermitente del bocadito de turno. Es justamente en ese contexto que sucumbimos a frases hechas como: “¡qué flaca que estás!¿qué hiciste?” o la típica: “estás igual que siempre, a vos el tiempo no te pasa”, “¿cómo hacés para estar así?” y terminar rematando con… “empiezo el lunes”.
Podría seguir enumerando expresiones sobre cómo vamos sorteando la mirada de los demás bajo el filtro de los estereotipos que nos condicionan los modos de interpretar, registrar y concebir a la belleza. Al punto de volvernos invisibles. En la vejez, las personas encanecidas y con arrugas como yo, hemos de hacer esfuerzos sobrehumanos para ser tenidas en cuenta en un espacio intergeneracional. Porque ya no somos miradas. ¡Pues claro! si al filtro lo hacemos bajo la lupa del cuerpo de las vedettes de turno, con seguridad nuestra transparencia paulatinamente irá adquiriendo preponderancia. La belleza de la vejez no vende, como tampoco vendenla belleza de los pueblos originarios o de las personas que integran minorías o grupos segregados.
¿Acaso alguna vez no han sentido desaparecer la mirada de los demás al punto de que no te importa qué y cómo te alimentás?
Y así… sucumbir a la errónea idea de comer o no comer para estar más o menos linda.
Si tan solo no viéramos, si fuésemos ciegos, de qué modos definiríamos la belleza. ¿Acaso importarían mis kilos de más, mis canas y arrugas?
En el prólogo de su libro “Ricos flacos y pobres gordos” la antropóloga Patricia Aguirre se pregunta: “¿usted conoce a alguien satisfecho con su vida o con su alimentación? Si queremos cambiar la alimentación deberemos cambiar la sociedad”, advierte. “Si seguimos considerando nuestra alimentación en el terreno de las mercancías… ¡estamos fritos!”, agrega la autora. El tema es largo y da para muchas columnas.
La belleza como objeto de consumo, el cuerpo como mercancía y el alimento bajo la desquiciante dicotomía de concebirse vital y tóxico a la vez. La nutrición como esa mercancía que nos trasforma en descartables. Y en esa inutilidad, la vejez como estereotipo de lo improductivo.
Y vos… ¿qué ves cuando te mirás?