A mamá la llamaremos mamá
Hoy armamos una manta con distintos trazos. Por un lado, las palabras de Porota que nunca pierden color. Por otro lado, las de Luciano Debanne, poeta cordobés. Más allá, el Gringo Ramia, zurciendo con un hilo de vocales y consonantes todos estos pedacitos de sentido. Vengan, lean al cobijo de esta manta, hay lugar para todos y todas.
Pasó el día de la madre, ese tercer domingo de octubre que el calendario nos impone hacer algo especial con ellas, con las personas que nos trajeron al mundo. Mamá es mamá, siempre, y también la ma, la mami, nana, o la vieja, la vieja querida, todos los días del año, de toda la vida, de todas las vidas. Llamemos a las cosas como mejor nos sonrían. Nombremos al mundo con gratitud y con confianza, con sospecha y rebeldía, con amor y con tristeza, como sea, como nos salga, como sea que lo sienta nuestro corazón, pero jamás de los jamases nos quedemos callados, quietos, esperando que vengan otros a ponerle rótulos a las cosas. No nos dejemos etiquetar. Seamos nosotros quienes digamos lápiz al lápiz, mesa a la mesa,y a la mamá, le digamos mami: te quiero mucho. En serio.
“Abrazar las arrugas” es un mantra que resuena sin aviso en cada paso que doy. Pero esta semana, más que abrazarme me invadió hasta el desvelo. El domingo fue el día de la madre. Los avisos publicitarios inundaron las pantallas. Me busqué hasta el cansancio en alguna de las tantas imágenes que acompañan los supuestos regalos para comprar pero no me encontré. Y no solo yo, tampoco encontré a Raquel, Norma, Patricia, Susana y otras tantas amigas sesentonas con las que comparto mi vida, mi envejecer diario.
Vamos a cambiarlo todo. Vamos a nombrar todo de nuevo, llamaremos a las cosas por su nombre, su nuevo nombre, nuestros nombres. Al pan le diremos pan y al vino le diremos vino; y así con todo.
Vamos a hacer que las cosas se llamen como nosotros queremos. Le vamos a decir amor al amor, y hogar al hogar, y cárcel a las cárceles. Le vamos a decir frío al frío, y hambre al hambre. A la pena, la llamaremos pena. Así, sin más.
Anoche, busqué mi espejo de mano y me miré sin maquillaje. Acaricié cada una de mis arrugas una y mil veces hasta descubrir una nueva junto a mi ojo derecho. Sonreí, jugué con mi rostro a interpretar cientos de muecas, gestos y movimientos. Así, en el espejo vi reflejadas las caricias de Bianca, esas caricias que me regalaba cuando, sentadita en mi falda me miraba profunda y amorosamente y me decía en silencio “te amo, mamá”. Así, aparecieron los abrazos de Franco, esos que me daba colmado de ilusión tras haber hecho un gol en su estadio imaginario vitoreado por una agitada tribuna. Mi rostro, mis arrugas, guardaban tímidos, poderosos e imborrables momentos de mis primeros años como mamá.
¿Cómo decirle, cómo gritarle a los publicistas las verdades que llevo en mi piel? ¿Cómo explicarles todo lo que guardan mis arrugas, todo lo que saben, conocen, brillan y lloran? ¿Cómo hacerles saber todo lo que tenemos para contarles?
¡Cómo!¿Cómo?
Le vamos a poner palabras nuevas a las cosas, vamos a explicar el universo otra vez, a crearlo otra vez, a ordenarlo otra vez. Diremos cielo al cielo, y techo al techo. Y cuando digamos afuera será afuera, y cuando digamos adentro será adentro.
Vamos a usar las palabras como hace mucho que no son usadas. Las vamos a usar a todas. Diremos alegría y diremos hijo y diremos calor y mandarinas y asado y fuego y amigos y barrio. Diremos calle, esquina, música. Todo vamos a decir, todo de nuevo.
Ya no puedo volver el tiempo atrás. No quiero volver el tiempo atrás. Porque fue gracias a ese eterno transcurrir que pude redefinir mi maternidad. Porque fue gracias a ese eterno arrugarse que pude comprender cuál es mi rol como madre en el vital proceso de envejecimiento de mis hijos. Son las arrugas, generosas, amorosas, bellas, las que me han enseñado a abrazar la vida. Son ellas, esas que niegan las publicidades, esas que retocan con el Photoshop las que me recuerdan que mis hijos ya grandes y con sus propios hijos aún necesitan a su mamá. Y no esa mamá periférica, yerma, ¡no! Por el contrario, esa mamá “bruja”, que amasa la tierra, que practica el silencio, que mira sin enjuiciar, que ríe sin tener motivos, y llora abiertamente, con el corazón en la mano. Esa mamá que canta, que baila, que solidariamente comparte en círculo con otras mujeres. Esa que observa y sonríe en silencio.
Le vamos a decir policía a la policía. Le vamos a decir encierro al encierro. Le vamos a decir discriminación a la discriminación. Pobreza a la pobreza. Y a la muerte, a la muerte le vamos a decir muerte.
Vamos a mandar todo a la mierda, a que se vayan todos a cagar, vamos a amotinar el mundo, y vamos a nombrarlo todo de nuevo.
Quizás con nuestras palabras, quizás con palabras prestadas, quizás haya que robarlas, robárselas. No importa, eso no importa. Lo que importa es que vamos a hacer que las palabras digan de nuevo el mundo. Capaz igual, más o menos igual.
Pero esta vez con nosotros adentro: con nosotros adentro del mundo, y afuera de acá.
Cuando las mujeres decidimos apreciar las arrugas con amor y al paso del tiempo con sabiduría, no sólo nos transformamos en madres de nuestras hijas e hijos, en esas madres que verdaderamente deberíamos haber sido, sino también nos convertimos en madres de la vida, del universo, de la tierra.
A la vejez, le diremos VEJEZ. A Susana, Mirta, Roberto, Marta, Carlos, les diremos… Susana, Mirta, Roberto, Marta, Carlos. A los trapos, les diremos trapos. Y a la vida, vida. A los deseos, deseos. A la edad, la gritaremos a los cuatro vientos: 80, 85, 73, 68, 100. Vamos a cambiarlo todo. Y le diremos todo, a todo.
Luciano, Gringo y Porota, siempre Porota