Conmemorar la edad
Recuerdo el día que cobré mi primera jubilación como ama de casa. Una mezcla de sensaciones me invadieron: júbilo, poder, libertad, tristeza. Todas ellas, de un modo u otro, me estaban advirtiendo que no sólo cobraba por primera vez un dinero que no le tenía que pedir a nadie, sino también que estaba obteniendo el título oficial de vieja, jubilada, persona mayor, adulta mayor o como se llame. Días después, el último de mis hijos se iba de casa. La puerta se cerró y allí quedé yo, ensordecida por el silencio; viuda, sola y miembro del sistema previsional de la nación.
Tras meses de letargo, una mañana de invierno decidí no sacarme el pijama, tomar mi agenda y comenzar a sacar turnos para chequeos médicos de rutina que ya me había hecho cuatro meses atrás. De repente tuve la necesidad de enfermar y así contar con una excusa solvente para hacer algo. Por lo menos, una cita con los médicos llenaba el vacío, me obligaba a vestirme y a usar mi labial.
Hoy, a la distancia, y con un poco más de perspectiva puedo identificar claramente el día y la hora en la que me calcé todos los prejuicios culturales que concebimos para describir, vivir y sentir la vejez. Hoy a la distancia puedo darme cuenta que mi diagnóstico nada tenía que ver con los médicos sino con la profunda tristeza que me arrasó cuando me di cuenta que a mis sesenta y tantos aún seguía sin saber quién era.
Quise contarles esto porque mañana se conmemora el Día Internacional de las Personas de Edad. La ONU propuso en 1990 que todos los 1° de octubre los países ocupados en el tema trabajasen para concienciar sobre la discriminación que existe hacia las personas mayores. El “viejismo” es el término que un gran gerontólogo llamado Leopoldo Salvarezza creó para definir “la estereotipificación y discriminación contra personas o colectivos por motivo de edad”.
He visto cómo muchas personas de mi edad -y aún mayores- reproducen el prejuicio de modo inconsciente. Entiendo que estos modos de comportarnos tienen que ver con la construcción cultural que existe sobre la vejez y que es necesario mucha audacia y seguridad personal para desafiar lo que prejuiciosamente los demás esperan de una o uno.
Queda así evidenciado lo improvisados e influenciables que somos al momento de pensarnos como seres autónomos, únicos e irrepetibles. No nos preparamos para disfrutar de las diferentes etapas de la vida, y en ese “dejarnos llevar” por la cultura tampoco cuestionamos lo impuesto. Si la vejez es sinónimo de deterioro físico y cognitivo, pérdida de deseo y erotismo, pues entonces ¿deberé olvidarme de las cosas, comenzar a tener dolencias, a vestirme más de entrecasa, a no tener demasiados proyectos, anhelos y deseos? ¿Deberé renunciar a enamorarme?
Conectar con nuestra esencia y aprender a vivir la vida lo más sincera, amorosa y real posible nada tiene que ver con la edad y las representaciones subjetivas que las personas nos hacemos al respecto. Sino, ¡mírenme a mí! Que hoy a los sesenta y tantos me estoy comenzando a amar y a conocer aquello que es mío, y sólo mío y que me hace única e irrepetible.
No todas las personas que habitan este mundo tendrán la posibilidad de llegar a viejos. Abracemos el paso del tiempo, las arrugas, las canas, todos aquellos indicios que nos hablan de un camino recorrido. Nunca es tarde para volver a empezar, para amigarnos con la verdad, para desprejuiciarnos, pedir perdón, para reconocer nuestras debilidades y fortalezas. Nunca es tarde para preguntarnos y repreguntarnos: ¿Qué hemos hecho de nuestra preciosa vida? Y sí, los 1° de octubre seguirán existiendo hasta que entendamos que vivimos en una sociedad transgeneracional y que cada una de las personas que la habitan, no importa la edad que tengan, son (somos) valiosas.
Porota Vida
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La fotografía fue tomada del sitio del artista Karsten Thormaehlen