Mi cuarta columna para Hoy Día Córdoba: Piantaos
Invité a mi nieto Santi a ver el partido de la Selección en casa. Pusimos la mesa ratona justo frente al televisor y cenamos su comida preferida: papas fritas a caballo. De postre compartimos medio kilo de helado de chocolate y crema granizada. El partido se hizo tan largo que Santi pasó de la silla al sillón. Reposaba en mi falda cuando comenzó el segundo tiempo del alargue. En el piso dormían el gorro y las porras celeste y blancas que había comprado la tarde anterior junto a su mamá. Afortunadamente su rutina de niño pudo más que los agonizantes minutos del juego y se durmió antes de los penales.
Tras el final, el sonido del televisor pareció disminuir solo. Mis dedos recorrían suavemente la nuca de mi pequeño nieto al recordar cuan feliz se había puesto mi profesora de yoga tras haber podido posicionar mi cuerpo en la pose que ella llama “cobra”. Me costó mucho tiempo lograr la flexibilidad necesaria en mi espalda, columna y brazos. Mucho tiempo más que a Raquel, Marta y Susana. Sin embargo, ese día en que la conquista fue sobre mí misma, me sentí extremadamente feliz. Salí de la clase orgullosa, llena de energía y con una sonrisa imborrable. Rechacé la oferta de Raquel, y regresé a casa caminando. Mis piernas, ágiles e imperceptibles, me llevaron por senderos absolutamente placenteros y dejaron de lado la preocupación por las veredas rotas, los autos, el ruido y el empalagoso perfume de la ciudad. Yo, la que había perdido el gusto por la vida, la que se había acostumbrado a la gama de los grises, había recuperado una vitalidad desconocida. ¡Cuánto letargo, cuánta tristeza al dimensionar que por mucho tiempo les había quitado a mis hij@s la posibilidad de recordar a una mamá sonriente y llena de energía!
Al conectar nuevamente con las imágenes de la televisión decidí evitar que Santi despertara y viese a jugadores angustiados, bañados de derrota. Ese niño exhibía con mucho orgullo su medalla de lata en la pared de su habitación. Se la mostraba a todo el que llegaba a visitarlo: “Me la gané en mis clases de fútbol por buen compañero “, decía. Lo cierto es que ser abuela me había dado una segunda oportunidad. La abuelidad me estaba permitiendo ablandarme, desprejuiciarme y encontrar en el presente lo que jamás pude hallar en el pasado, PAZ.
Al día siguiente Santi se levantó exaltado: “Abuela, abuela… ¿¡ganamos!?”. “Si Santi, salimos segundos, ganamos la medalla de plata. ¡Somos los sub campeones!”, le dije animada. Fue así cómo, tras desayunar, me pidió que lo llevase a la plaza, quería salir a celebrar y a seguir paseando orgulloso con su camiseta, sus porras y su gorro albicelestes. Me puse la vincha de papel crepe que había hecho para mí y salimos radiantes a conquistar la calle. Santi saludaba con una amplia sonrisa a quienes pasaban junto a él y mientras lo hamacaba vociferaba: “Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos a ganar…” El aire de derrota que parecía haber inundado el día mutó por una brisa cálida y esperanzadora. De repente, sonó en la radio de la despensa de enfrente el tango que mi madre adoraba escuchar. Ni coincidencia, ni casualidad, era la melodía precisa para ese momento único: una abuela pianta´a junto a un niño…. Hamacar la locura, abrazar la incertidumbre, acunar los logros, alcanzar el podio de lata. Y ¡sí! Los maniquíes nos guiñaban un ojo, los semáforos nos dieron tres luces celestes, las naranjas del frutero de la esquina nos tiraban azahares. Y Santi, así, medio bailando y medio volando, se sacó el sombrero para saludarme, me regalo su porra y me dijo… “¡Gracias abuela!”
“(…) Nacemos para encontrarnos (la vida es el arte del encuentro), encontrarnos para confirmar que la humanidad es una sola familia y que habitamos un país llamado Tierra. Somos hijos del amor, por lo tanto nacemos para la felicidad (fuera de la felicidad son todos pretextos), y debemos ser felices también por nuestros hijos, porque no hay nada mejor que recordar padres felices. Hay tantas cosas para gozar y nuestro paso por la Tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo. (…) De mi madre también aprendí que nunca es tarde, que siempre se puede empezar de nuevo, ahora mismo, le puedes decir basta a la mujer (o al hombre) que ya no amas, al trabajo que odias, a las cosas que te encadenan, a la tarjeta de crédito, a los noticieros que te envenenan desde la mañana, a los que quieren dirigir tu vida, ahora mismo le puedes decir basta al miedo que heredaste, porque la vida es aquí y ahora mismo”.
Fragmento de “La vida es el arte del encuentro”, por Facundo Cabral
Porota Vida
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