La literatura
Por Sebastián “Gringo” Ramia.
Especial para El Club de la Porota.
Seto y Yeto: abuela y abuelo en la oralidad árabe familiar
La literatura siempre estuvo presente en mi familia paterna. Ellos no lo sabían, claro, pero hacían, y hacen, la literatura más maravillosa que escuché en mi vida.
Las raíces del árbol están en tierras lejanas, en El Líbano. Desde allí vinieron la Seto Lavive, con sus dos hijas, Yamile, de 11 y María, mi bisabuela, de 6. Tres mujeres caminaron en caravana hasta el Puerto de Latakia, en Siria, cuando toda esa zona todavía no estaba dividida en países. Desde allí a Mónaco, donde tramitaron unos documentos falsos, y luego un viaje eterno en la bodega del barco, alimentándose de vaya a saber qué. Las dos niñas viajaron vestidas de hombre, para evitar el posible abuso. Hay quienes dicen que un primo de ellas también viajaba en ese barco. Que se bajó en Brasil y no lo vieron más, y que allí hundió su pala en la arena, cavando, generando nuevas raíces, haciendo crecer su propio árbol.
Las tres mujeres pisaron estas pampas en 1916, con un solo objetivo en vista: comer. El hambre en su tierra era tal que llegaron a comer el maíz que los caballos cagaban. Esperaban que la bosta se secara para extraer los granos, lavarlos, cocinarlos y comerlos. Más de 200.000 personas murieron de hambre en los años de la Primera Guerra Mundial, cuando aquel territorio, que en ese entonces era conocido como Monte Líbano, estaba dominado por el Imperio Otomano.
Puedo ver a esa madre con sus dos hijas, llevándolas de la mano, desorientada por no entender una sola palabra de castellano, yendo de un lado para el otro del puerto de Buenos Aires buscando alguna voz familiar. De alguna manera, Lavive consiguió trabajo como lavandera. Habrán dormido en conventillos atiborrados de inmigrantes, habrán comido lo que podían, habrán hecho lo que había que hacer para alimentarse y sobrevivir. En algún momento se cruzaron con un paisano que les dijo que en Córdoba había trabajo. Habían cruzado un océano, subirse a un tren durante un par de horas con rumbo incierto no era algo para temer.
El tren frenó en Ballesteros. Se bajaron y lo primero que les impactó fueron las pilas de maíz al costado de las vías. Fueron corriendo a llenarse los bolsillos. No eran los únicos. Esos vagones venían cargados de hambre. Allí, durante un tiempo, las tres mujeres trabajaron separando maní. Tiraban canastos llenos en largos tablones y tenían que seleccionar el maní de exportación.
Los años pasaron. A María, mi bisabuela, la casaron a los 16. Tuvo suerte porque su marido, Elías, 20 años mayor, era un buen tipo, agua de estanque. Tuvieron 5 hijos. Cuatro mujeres Ramza, Salime, Juana y Margarita, mi abuela. Y un varón, Víctor.
María no pudo ir a la escuela y siempre lamentó eso, con lo cual su lectura y escritura era muy limitada, pero me enseñó de literatura mucho antes de que yo pudiera darme cuenta. De niño me sentaba en su regazo y le pedía que me contara historias. Todos los nietos y bisnietos pasamos por su falda. Me relató, con lujo de detalle, la travesía que tuvieron que hacer desde El Líbano hasta Latakia, el viento, la tierra, los peligros constantes. Tuvieron que cruzar un río bravo, donde casi se ahogan. El pueblo de la Seto se llamaba Sin Al Fil y quizás ese río haya sido el Nahr Beirut, un río costero que nace en las montañas libanesas, en Hammana, y desemboca en el mar Mediterráneo. La dureza de la realidad dice que es un arroyo finito como La Cañada, que hoy está entubado en su paso por la ciudad. ¿Ese fue el caudaloso río que la Seto tuvo que cruzar? En sus relatos, en el color de su voz, en la pausa entre palabra y palabra, me hacía imaginar ríos como mares, correntadas salvajes, aguas heladas.
La Seto se enfrentó una vez a un tigre. Ella imitaba los feroces gritos de ese malvado tigre que quería atacarla. Supe de la valentía de su hermano que enfrentó al animal con un palo y un cuchillo. La Seto movía las manos, exagerando cada acción, haciéndola única e irrepetible, y me hacía ser parte de ese enfrentamiento entre ella y su hermano con aquella bestia, que ahora ya no era un tigre, sino un lobo y después un león. ¿En qué parte del árbol estará ese hermano? ¿Será esa ramita seca que se desprende de esa otra? ¿Serán esas hojas que se resisten a caerse? ¿Habrá hecho literatura ese hermano?
Nadie contó cuentos como María. El resto de la familia fue escribiendo sin escribir su propia literatura, poniendo en palabras sus historias. Los colores eran otros, las penurias también. Pero todos, mis abuelas, mi padre, mis tíos, mis primos, todos poseen una imaginación inacabable y las anécdotas se llenan de detalles, de notas al pie, de asteriscos, de acciones sospechosas, de hechos fantásticos que se alejan de la realidad, dando vuelta la verdad como quien da vuelta un par de medias, creando nuevas realidades, nuevas literaturas. Hay que escuchar la música de sus palabras, esos acordes raros, incongruentes y bellos.
Todos tenían sus historias, pero la Seto había cruzado un río crecido para buscar comida del otro lado de la orilla, salvando su vida de milagro y la de sus, ahora, tres hermanos, por un milagro de alguno de los dioses que solía mezclar y confundir. Y de repente ya no tenía 6 años y las páginas del libro se mezclaban y ella me iba armando nuevas aventuras, con moralejas religiosas del medio oriente y algo de catolicismo y Alá y Dios, que son lo mismo pero no.
Un día, a los 95 años, la Seto María se rindió a la gravedad, al peso de mi cuerpo en su falda, a los Dioses que no le respondían, y creo, también, que ya estaba un poco cansada de pelear toda la vida contra los ríos bravos, y los cientos de tigres, leones y animales que tuvo que enfrentar. Siempre luchando para llegar a esa otra orilla, mirando su patria desde esta otra, tan cerca y tan lejos.