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La migración en la vejez

A los viejos nos pasan cosas. Muchas cosas.

 

A medida que voy desovillando la vejez me sumerjo en un infinito mundo de diversidades. ¡Pues claro! mientras más viejos, más diferentes a los demás somos. Nuestro recorrido es vasto. Y en la inmensidad de una vida, a veces no caben tantas emociones. ¿Acaso de vez en cuando no les pesan las vivencias acumuladas? ¡Y qué decir cuando una persona más joven se nos acerca con algún problema conocido! La miramos con un dejo de compasión, recelo y sabiduría. De esa que nos inunda cuando comprendemos que el tiempo todo lo cura. Sin embargo, la sensación por momentos es ambigua. Desearíamos volver a esos problemas… aunque no tanto. Quizá añoremos otras cosas pero nada ni nadie nos podrá quitar el saborcito de la victoria; de haber salido airosos. Y así, con este preludio que se mueve al compás de Chopin, quiero contarles la historia de Herminia quien llegó de niña a nuestro país, tras haber escapado junto a su familia de la guerra civil española.

 

“Llegamos en un barco plagado de familias como la nuestra. Muertos de hambre y con la mugre carcomiendo cada parte de nuestro cuerpo. Coexistimos en un viaje infinito con pulgas, ratas y la precariedad absoluta que, hasta el momento, jamás había conocido. Mi abuela fue quien me sostuvo. Contuvo mis lágrimas, limpió mis heces, me regaló su pedacito de pan duro y me abrazó fuerte en cada golpe del mar. Sin embargo, para ella haber dejado Catalunya fue devastador. Murió de a poco y de tristeza. Rebelde y enojada con las circunstancias. Sin hablar una pizca de español y con un catalán cerrado y adusto que sólo algunos comprendíamos”, me contó en forma pausada Herminia de 91 años.

 

Susana es la hermana de mi amiga Raquel. Ya abraza los 74. Para cuando sopló las velas de las siete décadas decidió vender el departamento con todo lo que había dentro. Compró un pasaje de ida y con tan solo dos valijas migró a los Estados Unidos adonde viven sus hijos casados y nacionalizados. Hoy es la cuidadora de sus nietos mientras sus padres trabajan.
En tanto, Roberto y Juliana, dos argentinos ochentosos radicados hace cuarenta años en Canadá, oscilan su vida entre el verano canadiense y el mexicano con el único objetivo de huir de las gélidas temperaturas del país de la hoja de maple y transitar una vejez coherente con sus condiciones físicas: una caída en el hielo o la nieve puede ser devastadora.

 

Hay infinitas realidades similares a las de Herminia, Susana, Roberto y Juliana. Existen muchos estudios que reflejan el fenómeno migratorio de las personas mayores en el mundo. Restó describir la situación de los asilados y refugiados y quizá también la de los corazones viejos que despiden una patria que los acompañó en un largo trayecto de vida para irse a cerrar los últimos capítulos a una tierra donde no hay raíz, ni historia; recuerdos o vivencias. Sólo una página en blanco.

 

Gracias Janneth Clavijo, bella colombiana de tonada cordobesa, becaria posdoctoral del Conicet en la temática de investigación sobre políticas de migración y refugio por haberme sumergido en este costado del mundo nómade. Tras la charla con ella, algo terminó atrayendo mi atención. Se trata de la inmensa capacidad de adaptación de las personas a cambios tan bruscos en sus vidas. No importa cuántos años tengamos… intentamos sobrevivir bajo cualquier circunstancia y eso es lo que nos hace grandes. Somos hijos, nietos, bisnietos de migrantes. En nuestra sangre habitan las historias más dramáticas y valientes. Nos movemos y con el movimiento interpelamos los límites y desafiamos las políticas e instamos a mirarnos como habitantes de un mundo que nos trasciende. Que nos excluye e incluye. Que nos ampara y despoja. Que nos cuida y maltrata. Que nos desarraiga pero que siempre, siempre, nos regala la posibilidad de volver a empezar.

 

Porota.

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