La soledad de Hugo
Hugo tiene 87 años y es un asiduo lector de mis columnas. Hace poco llegó a mis manos un libro que escribió (o más bien dibujó) tras haber estado preso durante cinco años en varios de los campos de concentración militar que hubo en nuestro país en la década del 70´.
Junto a una bolsa de tela donde guardaba con orgullo sus libros, traía consigo el recorte del diario Hoy Día Córdoba con la columna que escribí con motivo del Día del amigo: “Vejez, soledad y amigos”. La protagonista de esa columna fue la soledad. Y aquí le voy a sumar un término recientemente aprendido de la mano de mi amigo, el Doctor Carlos Presman: “soledad percibida”. A veces nos percibimos, nos sentimos solos y solas, más de lo que realmente estamos. El problema es que no sabemos pedir ayuda, salir a buscar compañía genuina, y en esa suma de imposibilidades, muchos nos percibimos solos aun cuando no lo estemos.
El encuentro con Hugo fue maravilloso y revelador porque hallé en mis palabras un poderoso canal de comunicación, un puente que teje miles de interpretaciones posibles a temas que me resonaron de un modo, pero que -indudablemente- a quienes los leen, como Hugo, les resuenan de otro. Es que las personas somos únicas e irrepetibles y es por eso que los marcos interpretativos de cada una difieren y se sumergen en el insondable mundo de la diversidad.
“Yo sé lo que es estar solo, yo también elijo estar solo. Sin quererlo, (Luciano Benjamín) Menéndez, quien ordenó mi detención, me ayudó a aprender a estar solo”, dijo Hugo con un dejo de tristeza. ¡Puf, qué sentencia, qué afirmación, qué palabras!
Don Hugo es generativo, supo transformar una experiencia violenta y desgarradora en una oportunidad para la vida. En la página 81 de su libro “Mis días en la dictadura del 76”, Hugo Gómez esboza en pocos renglones lo siguiente: “En la soledad te bajoneás y pensás, cuando salga tengo que entregarme íntegramente a buscar ser cada día más feliz con todos (…) contar qué pasó para que no ocurra nunca más. Tanto dolor, tanto sufrimiento”.
Pasaron varias horas hasta que nos despedimos. Él se fue con su bolsa de tela y unos libros menos. Sus palabras resonaron en mi una y mil veces. Tomé prestadas las más fuertes. Cuarenta años después de esa soledad sórdida a la que había sido sometido, Hugo llegó para dialogar sobre la soledad percibida. Esa que no encuentra respuesta en los demás pero que lastima punzante hasta desaparecer en el sinfín de preguntas. Ya no había hijos, ya no había esposa, ya no había verdugos, sino su propia voz frente a una columna semanal de un diario local que lo interpeló, que lo movilizó y que hizo que ese día, en ese lugar, nos encontráramos sin querer. Valió todo el esfuerzo. Por ese instante, quizá, la soledad ya no era percibida, sino más bien compartida. ¡Gracias Hugo! y gracias a todos los que me leen. Vaya a través de esta historia un sincero y profundo abrazo.