Nutrir y nutrirnos en la vejez
Todavía sigo cocinando los ñoquis de papa con la receta de mi abuela. No distan mucho de las formas actuales, pienso que es una receta que no pasa de moda, pero… lo que aún conservo son esos detalles que los transformaban en los más ricos del mundo. Mi abuela los condimentaba con sus plantas aromáticas. Un chin de romero bien molido, una pizca de tomillo, unas hojitas de albahaca y un puñado de cebollín. “Tenés que amasar y amasar. Tocar la pasta, acariciarla, bailar con ella. Luego la dejas reposar toda la noche envuelta en un trapo para que los sabores se impregnen”, solía recordarme cada vez que la llamaba para repasar la lista de las compras.
Hasta el día de hoy busco esos sabores que me inundan. Y, casi siempre, cuando almuerzo o ceno afuera pido ñoquis con tuco con el único propósito de hallar a mi abuela volando bajo el humito de la pasta tibia. Inhalo, exhalo, cierro los ojos e intento recordarla con su delantal azul, sus ruleros coloridos y esas manos toscas impregnadas de un pegote blanco que prometía un banquete.
Hace poco conocí a Daniela Abraham. Ella es una hermosa mujer, Licenciada en Nutrición de la Universidad Nacional de Córdoba y experta, diría yo, en nutrición emocional en la vejez. Charlando con ella desterré toda la sensación de culpa cuando ante un bife con ensalada priorizo un plato de ñoquis. Es que ese plato tiene historia, tiene cadencia de vida, tiene amor. Amor, ese condimento invisible y poderoso que hace la diferencia. Ya lo decía Laura Esquivel en su brillante libro “Como agua para chocolate”: “La vida sería mucho más agradable si uno pudiese llevarse a donde quiera que fuera los sabores y los olores de la casa materna”.
¿Quién no evoca sus años de niñez, adolescencia, juventud en el aroma de algún recuerdo? Para mí, saborear un rico plato de comida acompañada de una cocina viva que huela a pan recién horneado es uno de los mayores placeres a esta edad. En este sentido, Daniela hizo mucho hincapié en la imperante necesidad de reconocer que las comidas alcanzan un significado de emotividad que son asociadas a situaciones vividas en otras épocas, al tiempo que destaca que en nuestro país, muchas son las generaciones de niños que no saben lo que es comer en familia, que la cocina de casa huela a guiso, a salsa ardiente o a leche derramada.
Mientras más envejezco más ganas tengo de nutrirme e invitar a los míos a empaparse de ingredientes. “Cocinar en la vejez es mancomunar alimentos con la vida pasada, la actual y darle continuidad”, esbozan Patricia Sedó Masís y Gastón de Mezerville en su estudio “Los significados del alimento: caso del adulto mayor. Modelo teórico denominado gerontoalimento-terapia”.
Mis hijos me llaman cuando extrañan alguna de mis comidas; sus amigos me reconocen por las galletas de Navidad glaseadas; mis nietos gritan de alegría cuando los sorprendo con el tradicional Tiramisú y Raquel no se va hasta que no le haya hecho probar las naranjitas caramelizadas bañadas en chocolate. A veces siento que sólo existo en función de mis comidas, pero también sé que si no fuera por ellas moriría lentamente. Porque yo no sólo estoy en eso que nos llevamos a la boca sino en todo aquello que, invisiblemente, abraza cada bocado: el amor, la ira, el enojo, la tristeza, el temple, la sabiduría, el silencio y el legado que baja de generación en generación.
“Una barrita de cereal no tiene historia”, fue una de las frases más elocuentes de Daniela. ¡Tan cierto! ¿Cómo modificar ciertos hábitos y conductas de alimentación sin ese rostro y esas manos que nos piensan en cada cocción?
Pienso que, reencontrándonos en las mezclas, en las pizcas y chines que no se reemplazan por la fast food, la comida congelada y esa no-historia del alimento que elegimos para nutrirnos.
Ya lo dice el gran Leonardo Boff en su libro “Los sacramentos de la vida”: “…de vez en cuando se cuece el pan en casa. Un hecho semejante no deja de ser extraño. En una gran ciudad, con tantas panaderías, en un apartamento alguien se da el lujo de hacer el pan. El pan se amasa con la mano; largo tiempo. Las cosas no se amasan sin dolor. Una vez cocido se reparte, y todos hallan el pan sabroso. Hay algo en él especial que no se encuentra en el pan anónimo, sin historia, comprado en la panadería o supermercado”.
No hay otra, queridos envejecientes, si queremos disfrutar de la comida, transformar algunos hábitos y cuidar de nuestra salud, hemos de volver a comer con otros, aun cuando no estén. Pensarlos todo lo transforma. La historia recupera su lugar y el encuentro se vuelve tradición y la tradición legado.
Porota