Ser una mujer envejeciente
Me amparo en la impunidad de los años y en el miedo desterrado del qué dirán. Me envalentona el “ya no tengo nada que perder” y el tic tac de mi reloj biológico. Me resguardo en la certeza de hallar en mis palabras una dosis de verdad.
Es por eso que hoy, 24 horas después de que en el mundo se haya conmemorado el Día de la Mujer, me arrojo al vacío e intento colmar estas líneas sobre mi condición de género. Una condición que siempre me ha dolido por oposición. Como buena única hija, crecer rodeada de hermanos varones me definió por lo que no podía ser ni hacer. Mi madre era muy inflexible y en su paleta de colores el gris no existía.
Crecí agazapada por la metáfora del “príncipe azul” y si bien el mío jamás tuvo color, me casé creyendo que se me pasaba el tren. Crié a Bianca del mismo modo que mi madre lo hizo conmigo, sumida en el miedo de no ser lo que esperaban de mí. Y así, reproduje las máximas más injustas y violentas del patriarcado, al punto de justificar que la hayan manoseado por llevar minifalda.
A mi hijo varón lo sentencié al destierro cuando me confesó que quería estudiar danza. Y si bien en mi lógica de madre jamás cupo la idea de mandarlo a estudiar ballet, ya adulto, pegó un portazo y hoy lo lloro a 10.000 kilómetros de distancia.
Viví décadas pidiendo perdón por gastar dinero en jabón para lavar la ropa, en zapatillas para los niños o en el pan diario. Un perdón que heredé de mi madre y mi madre de mi abuela y así… Nada me pertenecía, nada me colmaba. Siempre sentí que en esa reproducción de máximas incuestionables se ocultaba una mujer desconocida deseosa de pasearse desnuda por el campo, sin pudor, sin vergüenza, sin horarios, sin rutinas, sin mandatos, sin permisos.
Pasaron los años y finalmente esa mujer oculta se animó a asomar la nariz. Los estragos del pasado dejaron mella en todos y cada uno de mis seres queridos y hoy, con el corazón en la mano, me pido perdón, me tengo compasión… ya que es el único modo de transformar mi enojo en amor. No te voy a mentir, a veces mi “automático” me gana de mano y esos pensamientos misóginos me acechan cual lobos hambrientos. Pero no importa, ahora los comprendo y me río de ellos.
A veces me canso de ser mujer más por mandato que por naturaleza. Y a veces me agota ser mujer y vieja, porque para ser vista, mirada, registrada y tenida en cuenta el esfuerzo es doble. Y es doble, porque empoderarme no es sencillo, me obliga a mirar quien fui y todo lo que hice para contribuir a gestar un mundo más violento.
No hay culpas escindidas, más bien compartidas. No hay un solo bando, más bien espacios dinámicos en los que vamos eligiendo estar; a veces víctima, a veces victimaria.
Si muriese mañana… ¿qué me diría? Me diría que soy valiosa, poderosa, hermosa. Que nunca es tarde para pedir perdón. Que nunca es tarde para decir “te amo”. Que nunca es tarde para empezar a conocerme. Que hice lo que pude y que ahora, consciente de lo que no pude, dispongo de la magia de mi pluma para multiplicar amorosidad en mis palabras.
A lo mejor, quien te dice. En un futuro, el 8 de marzo se transforme en un día para celebrar la vida y no para recordar todo lo que hicimos para perderla.
“En el mundo físico y económico, si yo entrego algo lo pierdo. La sabiduría y el amor se comportan de un modo absolutamente distinto: si yo entrego mi amor o mi sabiduría a otra persona, ambas los poseemos. Es más, lo curioso es que ese individuo puede regalarlos a su vez, conservarlos y acrecentarlos en cada transacción. Cuanto más amor entreguemos, más amor se generará y más amor poseeremos. Otra característica significativa es que si yo entrego mi sabiduría a otra persona y cala hondo en ella, es porque eso que yo le he dado estaba en su interior y el individuo lo reconoce como propio. Cuanta más sabiduría aportemos al mundo, más sabiduría tendrá y a las demás mujeres les será más fácil identificarse con ella” (Las diosas de la mujer madura – Jean Shinoda Bolen) .