Una historia para repensar la vejez

Este viernes queremos compartir un texto que, como siempre, tienen que ver con las vejeces. Se llama “La intrusa” y fue escrito por Laura Castellvi de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es uno de los cuentos de la antología con perspectiva de edad: “La vejez es cuento”, que la Secretaría de Extensión Universitaria de la UNC publicó en el 2020 junto a Nuvia Ediciones. Si bien el cuento apela a algunos viejismos, no deja de sorprender por su calidad narrativa y la temática que aborda: la dificultad de integrar a la vieja o al viejo que llevamos dentro.


La intrusa
(Laura Castellvi) 

¿Me estarán buscando? Ayer, después de encender una fogata en el baño con rollos de papel, me escabullí por la puerta de servicio del geriátrico, y salí rajando por la calle con un andador. ¿Tener que aguantar a esa manga de enfermeras tiranas? No, señor. ¡Y cómo evitaban llamar a las cosas por su nombre! A mí que no me vengan con rodeos: al pan, pan y al vino, vino. Ellas, en cambio, al enano lo llamaban persona pequeña; al obeso, grande; al chiflado, paciente psiquiátrico; del lelo decían que tenía capacidades especiales; el que empinó el codo en Año Nuevo se encontraba en estado etílico; el que tuvo un patatús sufrió una lipotimia; y cada uno que espichó pasó a mejor vida. ¿Y ese viejo pícaro, que cada vez que pasaba, me rozaba las piernas? Algunos abuelos siguen tan pajarones como cuando eran chicos de pantalones cortos. 

Ser viejo tiene privilegios inimaginables. Uno puede darse el gusto de decir que no recuerda quién nos hizo daño, y por lo tanto, puede evitar saludarlo o -mejor aún- confundirlo con otra persona. “Eulogia, ¡pero qué alegría verte!”. Todos saben que Eulogia era una de mis hermanas -que en paz descanse-, y cuando me la confundo con la bruja de mi nuera, me miran con compasión, y yo les sonrío, asintiendo con la cabeza. Nadie puede ofenderse si, después de la mesa de dulces de un casamiento, digo que estoy cansada y pido que me acerquen a casa. Tampoco si ruego que bajen el volumen de la música porque me zumban los oídos o que pongan una tanda de boleros, que me hagan revivir mis años mozos: todos quieren complacer a una anciana. Llegar a un baño público y exclamar, “no aguanto más”, es el equivalente al milagro de la división de aguas del río Jordán. De pronto, abren paso, y yo avanzo aliviada hasta el retrete. Mejor rezo el rosario para expiar la apropiación indebida del andador, como dirían las enfermeras. Del incendio, yo, argentina; fue un mal necesario. 

Menos mal que había dejado una copia de la llave debajo del felpudo, pienso mientras está amaneciendo. Dormí tan bien anoche que siento que rejuvenecí diez años. Abro las celosías de par en par para ventilar la casa y veo las plantas mustias en el patio del PH. Al salir de la pieza, me tropiezo con las chinelas y casi me doy un porrazo. Entro al baño y me encuentro con ella: la anciana enjuta, que me observa con mirada impávida. Lo único que extraño del geriátrico es que ahí ella no estaba. Abro el botiquín y me llevo el rouge, el colorete y la polvera con el cisne a la pieza. No quiero que me mire cuando me pinto, sé hacerlo de memoria. Desayuno un té bebido y un par de galletitas de agua. Busco uno de los rollos de billetes que escondo en la cómoda dentro de las medias can-can, me pongo el abrigo, me calzo los mocasines y tomo el bastón. Camino despacio por el envejecido pasillo hasta la verja, descorro el cerrojo y salgo a la calle. Tengo que ir al hospital a pedir turno con el gerontólogo. Sé que me espera una amansadora, después a la mercería, a Pago Fácil y al banco a cobrar la jubilación. Siento que ya no me dan las tabas. Me sostengo del bastón y respiro profundo. Cruzo con dificultad por el empedrado, pero tengo que apurarme porque quiero estar en casa para el almuerzo. Los rayos del sol caen verticales en el patio del PH. Me preparo una sopa de cabello de ángel. Entro al baño con los ojos cerrados para no verla. Me siento en el excusado y hago mis necesidades, mirándome las puntas de los zapatos. Una cucaracha sale a toda carrera desde atrás del lavatorio y se escabulle por la rejilla. Tiro la cadena y, al darme vuelta, la atisbo con el rabillo del ojo. Esa vieja maldita no me deja en paz. Si me quedo en casa, podría poner las piernas en alto y escuchar la audición de la tarde o ver el programa de chimentos en la tele, pero tengo que ir al almacén porque las alacenas están casi vacías. Mejor me pongo los anteojos oscuros para que nadie me reconozca, así evito que sepan que volví. El barrio está lleno de chismosos. Pueblo chico, infierno grande, decía la abuela Vicenta. 

Me detengo en el quiosco de diarios, cambio los lentes de sol por los de lectura y hojeo los titulares de los diarios: Inflación en alza, Aumento de tarifas, Ola de calor deja tres muertos, Incendio y evacuación en un geriátrico: una anciana desaparecida. ¿Cómo puede ser? Todos los meses se incendia un asilo. ¡Qué barbaridad! Entro sigilosamente a casa, temo encontrarme con ella en la pieza. Sé que cuando salgo, abre el ropero y se pone mis vestidos o mis enaguas. El cielo se está encapotando. Los relámpagos alumbran la casa, y los truenos hacen tintinear la araña de la sala. Cae un aguacero. Dejo las bolsas de las compras encima de la mesada. Mejor reanudo el tejido que abandoné cuando me llevaron. No me doy con nadie. Mi hijo está tan ocupado que nunca me visita. Mi esposo, una hija, mis hermanos y todas mis amigas fallecieron. No le tengo miedo a la muerte. La vida es un enigma, a pesar del dolor y de la soledad, y tal vez la muerte sea un enigma aún mayor. Suena el timbre. A través del visillo de la ventana que da a la calle, veo una mujer. Seguramente viene a pedir ropa o comida. Voy hasta el escobero para tomar de allí el plumero. Abro la ventana y le digo a través de la reja, “Soy la sirvienta. La familia no está”. No quiero que piensen que vivo sola. Dejó de llover. Ahora se oye el chirrido de los grillos. Voy al baño y me la vuelvo a encontrar. ¿Por qué no se va, que ya es de noche? Tal vez no tenga a dónde ir. Se la ve muy demacrada, y su ropa está tan ajada. No sé qué hacer. ¿Y si la encierro en el baño y llamo al 911? No, mejor no, porque cuando los llamé, me llevaron al asilo de Pami. El reloj de la sala marcó las once de la noche. ¡Me olvidé de bañarme! Y no me saqué el camisón en todo el día. ¿Habré salido a la calle vestida así? Sé lo que me pasa. Evito entrar al baño para no tener que toparme con ella, por eso no me ducho, no me enjuago la boca, no me pongo ropa de calle y evito mirarme al espejo. La he visto caminar a mi lado en algún que otro callejón —siempre aparece en los mismos lugares— y reflejada en la vidriera del zapatero remendón. Me persigue. Me invade. Me acecha. Estudia cada uno de mis movimientos. ¿Qué hago? Me acerco. Ella hace lo mismo y se queda mirándome. Le sonrío, y ella al instante me devuelve la sonrisa. Le extiendo la mano, y ella extiende la suya. Va a ser mejor que seamos amigas.

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