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Bailar con los ojos cerrados: vejez y sabiduría

La periodista española Cristina Hernández, en su libro “Bailar con los ojos cerrados” entrevista a once personajes destacados de avanzada edad con el objetivo de “preparar el camino de su propia vejez buscando el ejemplo de personas que la están viviendo con la máxima intensidad y alegría”.

El título del libro alude a una de sus entrevistadas, se trata de la reconocidísima bailarina cubana, Alicia Alonso, una mujer que escogió bailar por encima de todo, incluso tras quedarse ciega. “Hay que bailar y expresarse hasta el último minuto”, explica la autora. Asimismo, considera que los entrevistados son la demostración de que la felicidad puede aumentar con la vejez, “una vez que se ve que no es necesario demostrar nada a nadie”. La autora concluye diciendo que lo importante es centrarse en el presente: “es lo único con lo que contamos, donde están todas las posibilidades. Hemos de vivir con intensidad, dejando los miedos, aprendiendo a comunicarnos, a mostrarnos tal cómo se es; lo único que queda es el rastro de amor que has podido dejar”.

Parece sencillo. Sin embargo, el denominador común de los entrevistados es que son viejos. Lo que significa que sus conclusiones son el resultado de un trayecto, de un camino recorrido. En definitiva, de la experiencia. Y aquí he de tocar un tema difícil vinculado a un prejuicio muy común: asociar a la vejez con la sabiduría. La construcción de sabiduría si bien se desarrolla a pleno en la vejez, es un camino que se inicia en la infancia, se estimula en la adolescencia y se potencia en la adultez. La sabiduría conlleva a aprender de todo lo que nos va sucediendo en la aventura diaria de vivir y en comprender qué nos quieren mostrar o enseñar esos sucesos. Para ello hemos de respetar el deseo de nuestras niñas y niños, estimular y respetar sus opiniones y modos de acceder al conocimiento. Si ese respeto tan necesario, no sólo en la niñez sino en cualquier etapa de la vida, se vulnera correremos serios riesgos de llegar a la vejez sin haber aprendido nada o lo que es peor, sin haber podido amar genuinamente.

¿Qué miedo me habitó cuando no le permití a mi hijo estudiar danza?

¿Qué prurito prioricé cuando mi hija gestó a Sofi sin haberse casado?

¿Qué deseo socavé cuando Santi quiso usar la bata rosa de su hermana?

¿Qué voz interna callé cuando permití que Pompeyo no me dejara manejar?

¿Qué patrón cultural atravesó a mi madre cuando me impidió estudiar en la universidad?

¿Qué anhelo desvirtuado persigue mi yerno al trabajar diez horas por día mientras sus hijos crecen?

¿Qué hija fui, qué madre fui, qué abuela soy… cuando me desprecio al mirarme al espejo?

Parece sencillo pero llevar a la práctica, trasladar a la realidad cotidiana actos concretos de amor con una misma y con los demás requiere de mucha mirada interior. De mucho diálogo con una misma. De perder el miedo a la mirada prejuiciosa, ajena y sesgada de los demás, pero sobre todo, a la mirada impiadosa a la que nos sometemos todos los días al mirarnos al espejo. Estamos llamados al baile… ¿por qué esperar llegar a viejos para bailar con los ojos cerrados?

Porota.

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