La muerte como nacimiento, la soledad en compañía
Uno de los temas que más me pesan en este camino de ir revelándome envejeciente es el de descubrir que, muertos mis padres, por genealogía y naturaleza, la que sigue seré yo. La obvia noticia me aterra. Al principio negué toda sensación de muerte, al punto de evitar pensarla. Pero ahora que comprendo que debo amigarme con la idea para no sucumbir ante el temor de la incertidumbre, confieso que tengo mis momentos de paz. Hasta descubrí que en realidad el verdadero miedo vive en la sensación de descontrol. Esto produce una angustia muy grande ya que vivimos inmersos en una sociedad que busca tener todo, absolutamente todo controlado y eso, lo sé, casi nunca lo logramos. Saberme mortal, ya no desde la impunidad de la juventud sino desde la realidad de la vejez, me trajo la posibilidad de encontrarme conmigo misma. De abrazar mi compañía y de entender que si me quiero y acepto como soy, la soledad ya no es un fantasma sino una elección. Aprender a estar sola no es lo mismo que percibirme desdichadamente sola.
Cansa escuchar que la soledad es un mal que aqueja a las personas de edad avanzada. Cansa mirar (mirarnos) a los viejos elegir actuar un papel victimizante que lo único que hace es alejar más y más a las personas que nos aman. La soledad no es un mal de la vejez. De hecho, la soledad por sí misma no es un mal. La percibimos como un estigma cuando nos hemos desconectado de los demás. Nos quedamos solos (en el sentido occidental y trágico de la palabra) cuando a lo largo de nuestro trayecto de vida nos vinculamos con los otros de un modo eminentemente comercial: te doy porque me das, me das porque te doy. ¡Obviamente! En la cultura del patriarcado la vejez es deficitaria. Para el imaginario colectivo, los viejos ya no producen bienes; están fuera de la rueda productiva.
Ya lo decía Roberto, un viejo y sabio amigo de la vida: la soledad no es más que la virtud de darle sol a la edad, al paso del tiempo. Y coincido, la soledad así, peladita, sustantivo común, no es más que la palabra que nombra la invitación a apropiarnos de nuestra única e indelegable belleza humana. Esa belleza que nos acompaña desde el momento en que elegimos llegar al mundo.
Creo con firmeza que la soledad es el vehículo que nos ayuda a mirar la vida colectivamente, a entendernos como seres integrados en un universo que nos acoge, nos ampara, nos comparte, nos hace parte. La verdadera soledad es el estado de mayor compañía posible que una persona puede llegar a desplegar. En este sentido, quiero compartirles un breve fragmento del libro “La muerte: un amanecer” de Elizabeth Kûbler Ross:
“(…) ya que está probado que cada ser viene acompañado por seres espirituales desde su nacimiento hasta su muerte. Cada hombre tiene sus guías, lo creáis o no, y el que seáis judío, católico o no tengáis religión no tiene ninguna importancia. Pues este amor es incondicional y es por eso que cada hombre recibe el regalo de un guía. Mis niños pequeños los llaman «compañeros de juego» y desde muy temprano hablan con ellos y son perfectamente conscientes de su presencia”.
Definitivamente, nos hemos olvidado que nacemos de la mano de nuestros ángeles y nos vamos de su mano también. Cuesta pensar de este modo, el derrotero ha sido el pan nuestro de cada día. Cual llorona he visitado las tumbas en vez de festejar el paso, el final de un pequeño trayecto, el inicio de otro aún más superador. No estamos solos así como no nacemos ni morimos solos. Me tengo y los tengo. Ya lo decía Facundo Cabral, “No hay muerte, hay mudanza. Cuando partimos se va el alma, el cuerpo se queda para desaparecer. Piensa entonces lo que es el cuerpo, alimenta tu cuerpo, empero tu alma también vive en el amor y morirás en él”.